lunes, 12 de noviembre de 2012

El fantasma de Francesca

 


Hermann Bellinghausen

Francesca Woodman se arrojó de una alta ventana en Lower East Side el 19 de enero de 1981. Tenía 22 años. Su notable obra fotográfica la había iniciado a los 13. Aunque no tuvo una vida atormentada, los últimos meses quedó atrapada en ciclos de depresión y truene amoroso, resintiendo la falta de reconocimiento a su trabajo. Rápido creó, rápido se impacientó como Ícaro, y el sol derritió sus alas. No pasaría mucho para que deviniera figura de culto, celebridad, precursora. Palabras como precocidad, genio, ambición, y la recurrente duda crítica de si el mito no vence a la obra; acaso leemos (¿con morbo?) sus fotos a través de una historia irresistible donde ella es la obra. Modelo de la mayor y mejor parte de sus imágenes, es a Francesca que vemos. El corpus está en su cuerpo por siempre joven.
Nacida en 1958, a los 15 años ya es ella, totalmente. Una sola cosa decidió hacer, y una sola hizo: crear fotografía. En 1973 inicia un intermitente diario en tres cuadernos que son en sí pequeñas obras de arte. Como decimos ahora, tenía más que clara la película: buscaba retratar las claves de una mujer perdida.
Francesca nace en una típica familiar nuclear estadunidense, sin mayores vínculos externos, muy fifties, con la particularidad de estar entregada al arte por entero. George, el padre, pintor. Betty, la madre, ceramista (muy célebre ahora). Charles, el único hermano, artista visual. Sin más religión, ideología ni compromiso que crear belleza, como el payaso de Eliseo Diego debían hacerlo bien. Lo deja claro The Woodmans (2011, documental de C. Scott Willis): las breves vida y obra de la hija, su producto más acabado y trágico, marcarán el trabajo de la familia.
Pero qué dicen sus fotos, y qué dice Francesca de ellas. A los 17 años escribe: La fotografía está demasiado conectada a la realidad. Yo tomo imágenes de la realidad como las filtra mi mente. Sorprende su lucidez respecto a lo que está desarrollando. Son claros los referentes literarios (surrealismo, Virginia Woolf, Gertrude Stein, novela gótica), la absorción universal del arte (y una determinante temporada italiana en 1977-78), la seriedad de su vocación, la meticulosa manufactura de sus piezas, la sabiduría alquímica hoy extinta del cuarto oscuro.
En años recientes ha sido exhibida en museos de Europa y Estados Unidos. Se cuentan por más de una decena las monografías, y existen al menos dos compilaciones imprescindibles, una de Phaidon (Londres, 2006) y otra de los museos Gugenheim de Nueva York y de Arte Moderno de San Francisco (2011). No pudo confirmar, aunque lo vislumbrara, el sitio que ocuparía en la historia del arte fotográfico. Con su inteligencia y su abierta cultura, debió conocer en qué andaba su contemporánea Cindy Sherman, y absorbió a Debora Turbeville y Duane Michalis en el periodo previo a la explosión performancera/instalacional que definiría los rumbos del fin de siglo. No es un arte inocente, el suyo. Asume todo su bagaje: Leo muchas autobiografías estos días, eso deberá mejorar la mía (1975).
Su fascinación por el cuerpo femenino. El suyo, que aparece y desaparece en las superficies. Estoy interesada en cómo la gente se relaciona con el espacio. Quien posea familiaridad con el trabajo de Francesca Woodman sabe cuan etéreo y ruinoso luce el mundo donde se revela; los espasmos donde ella, habitualmente desnuda, aparece, representa, flota, se integra a los muros, al agua, al mobiliario, al paisaje interior desnudo como ella, se deja envolver, y desaparece. Va a la caza de su propio fantasma y lo captura siempre, móvil y silencioso. Ser fotografiada constantemente refuerza mi ser yo. Cuando alguien le dijo que parecía una modelo de Balthus, primero se puso triste, y luego le gustó la idea: Quisiera saber si él piensa igual, escribe.
Pertenece a la era predigital. La cámara fija y el obturador de cable le resultan esenciales. Nada de Photoshop, control remoto ni manipulación en pantalla. Lo que vemos sucedió realmente, como en el teatro. Dejó cortos, en blanco y negro como sus placas; algunos se incluyen en el documental de Scott Willis. Pero lo suyo era detener el instante al conjuro de una fijeza insobornable, como en el barroco. Más cerca de la magia de Man Ray, su ancestro fundamental, que del cinematógrafo, ejerce influjo en cierta foto contemporánea. No tanto lo que haya inventado; lo que logró.
Ella es recinto de la belleza. Vida, corporalidad y obra son una. Descubre en sí a la mujer, el misterio que más le interesa. Lo transparenta, multiplica y agita, lo adora. En sus diarios se refiere frecuentemente a sí misma en tercera persona, contempla a Francesca: es una otra. Cuando levantaron el cadáver en Nueva York no la podían identificar. Su rostro (su inconmensurablemente hermoso rostro) estaba destrozado. Quizás creyó que necesitaba desaparecer para hacerse visible. Quizás acertó, como quería Rimbaud.

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