lunes, 11 de junio de 2012

El hombre del carbón: ‘Así es la vida aquí’


César Gaytán
11 junio 2012

Tres toneladas diarias de mineral deben extraer los trabajadores de los ‘pocitos’ en la Región Carbonífera de Coahuila


El minero que quería surcar los mares

Hace un mes y medio que para ti, Daniel, los días son todos iguales. El Sol despiadado, tu piel ennegrecida como la noche por el carbón, tus ojos cansados, tus manos curtidas, tu espalda desgastada, tus pies que se sostienen por la pura necesidad. Porque si no fuera por eso último, dices, nadie se metería en esto de la minería en la Región Carbonífera de Coahuila.

En vez de eso te hubiera gustado surcar los mares en un gran barco y pescar todo el día, como cuando tu abuelo te llevaba de chico al Río San Juan, en Nueva Rosita, y que ahora, a tus 24 años, haces lo mismo con tus dos hijos. Como la mayoría de quienes viven aquí, quisiste darle la espalda tu tierra, pero también como la mayoría, no pudiste encontrar otro destino.

Así lo pronuncias sentado en el comedor de tu casa, donde esperas que tu esposa, Karla, caliente la comida que ya te ha preparado: carne con sopa, esa que dice es tu favorita, aunque la verdad no le haces el feo a ningún platillo.

A la mesa pequeña se acerca también Mariel, tu hija de 2 años, que apenas escucha tu voz corre a trompicones y se aferra a tu pierna al grito de “¡Papi, papi!”. Sin dejar de llamarte corre de prisa por los estrechos pasillos donde están el horno de microondas, la estufa de gas, y la alacena, y del otro lado el fregadero con los platos apilados porque no hay mucho espacio.

Todo tú, incluyendo la ropa, vas cubierto de ese polvo fino que se desprende de las paredes de la mina, como si estuvieras hecho de carbón, pero a la niña poco le importa y te toma de la mano que todavía tiembla por el esfuerzo del trabajo; te pide que la cargues, mientras le repites que espere un poco, que necesitas descansar.

Aciertas sin ver reloj alguno a que son las 13:30 porque a esa hora llegas casi siempre, a menos que tardes en subir a la superficie. Pero eso casi no pasa, porque lo único que piensas al partir por las mañanas es en regresar sano y salvo a casa para estar con la familia.

Dices que son quienes te motivan a dar todo allá en el pocito número seis de uno de los tantos sectores mineros de Nueva Rosita; que por eso soportas el miedo a bajar más de 35 metros por un túnel estrecho que te lleva a un laberinto completamente cegado a 50 grados; que por ellos arriesgas la vida por un sueldo que no llega siquiera a los 2 mil pesos.

Te preguntas si vale la pena, pero inmediato te respondes que “así es la vida aquí”. Lo mismo que dice tu padre mientras te ve desde el otro lado del comedor, lo mismo que te dijo tu primo, quien te metió en todo esto, lo mismo que los otros 12 hombres con los que trabajas.

En medio de un silencio de esos que se acomodan en medio del pecho y hacen un nido mortal, tus ojos, dos puntos blancos y pequeños que se asoman como estrellas en una noche oscura, miran hacia la puerta de madera que conecta con el dormitorio. Ahí está el dibujo de una familia hecho con tiza.



Lo hizo Daniel Alejandro, tu hijo el mayor de quien pronuncias orgulloso sus 7 años. Aunque apenas se distingue, debajo del carbón que traes impregnado en el pecho llevas tatuado su rostro del lado izquierdo: aparece sonriendo, con el pelo corto, los ojos grandes: “Dany”, dice la tinta sobre tu piel

Cuentas que te gustaría pasar más tiempo con él, pero mientras tú vas al jale él está en casa, y cuando regresas, él se va a las escuela y sale hasta las seis. No le hace, dices, al menos ahora se ven, no como antes cuando tenías dos trabajos que te consumían 18 horas diarias, y con los que ganabas menos que ahora.



El sueño de tener una casa

Compartes, Daniel, que antes, tu chamaco te decía que quería ser como tú: taquero cuando trabajabas en el restaurante, albañil cuando te veía en la obra, operario como cuando te ibas a las fábricas. Ahora que andas de carbonero no lo ha dicho, sino que te pide que te salgas de la mina porque no le gusta que estés ahí.

“Todos los días llega y pregunta: ¿on tá papi?, ¿y papi?, de volada. A veces que me salgo a arreglar el mueble luego, luego pregunta si ya llegué”, cuentas con la sonrisa inmensa como si lo estuvieras escuchando.

Aunque tu papá también anduvo un tiempo en estos trotes por tres o cuatro años, y entiende lo que es la joda de todo el día, de la sed que extingue el ánimo, sabe también del riesgo que corre uno desde que pone los pies sobre el bote y baja los caminos subterráneos que ya han cobrado la vida de muchos.

“Si ellos quieren tener una vida más mejor, pues que ellos hagan lo que crean mejor. Pero a mí tampoco me gusta que trabaje ahí”, dice mientras te mira sentado, se le hace un nudo en la garganta que no le permite continuar, y los ojos se le inundan como si fuera a llorar. “Se siente bien feo”, suelta para envolverse de nuevo el silencio fugaz, y mejor retirarse.

A Karla, tu esposa también le preocupa que no regreses y por eso cada día te encomienda a Dios para que te bendiga y te acompañe. “Como quiera a él le gusta”, platica con una sonrisa.

Cuando la escuchas, tú de nuevo vuelves a mirar al suelo y le respondes que aunque no te guste es la única manera de salir adelante.

No te atreves a pronunciar con voz firme que por acá los sueños escasean. Más bien lo dices con la mirada enclavada en alguna fisura del suelo, como para que ni tu esposa ni tu niña te oigan, aunque al menos ella, Karla, ya lo sabe.

Confiesas entonces que todo tu esfuerzo lo das para levantar esta casita donde ahora viven y que les heredó tu suegra antes de irse a los Estados Unidos. Dices que le van a dar bien recio, porque la mano que le has metido a la vivienda no alcanza, porque ya tiene muchos años.





Miras al techo, Daniel, y observas las bolsas de plástico negro que forran el techo para que el polvo que desprende no caiga en el piso, los muebles o la comida. Con la mano extendida señalas algunos rincones y platicas que por ahí se mete el agua cada que llueve.
Miras ahora las puertas y frunciendo el seño con un gesto como de incomodidad, comentas que el marco no está fijo en la parte de arriba y que por ahí se cuela el frío.

Te levantas de aquella silla con respaldo de fierro, bajas un escalón y entras a la recamara. Sientes que necesitas pintarla, darle otra pasada a ese azul rey de las paredes; quieres también resanar las grietas que se extienden por las paredes de un lado a otro, casi del suelo al techo.

Después sales al patio por la puerta oxidada, y dices que hay un tiradero formado la mayor parte por chatarra, por donde Rocko, tu perro, se pasea. Lo que te apura, sin embargo, es poner alguna protección porque hace poco se intentaron meter a robar.

Hay una habitación más, una donde dices que están los tiliches, y que tiene desde refrescos, cajas, ropa, un batería de juguete, adornos, una cama y una televisión que ya no sirve. Ahí es donde a veces duermen tus papás cuando van de visita.

“Esto es todo”, dices con los brazos extendidos, como si no te pareciera suficiente. Te miras las manos todavía negras por el carbón y entonces lo sacas: “quiero un mejor futuro para mis hijos, para que no pasen por lo que yo pasé, como vivimos ahorita”.



La maldición del carbón

A tu esposa, Daniel, le gustaría ayudarte también a traer dinero a la casa, pero entonces quién cuida a Mariel y llevaría a Daniel a la escuela. Y aún si eso tuviera solución, encontrar trabajo en esta región dedicada al carbón no es tan fácil.

Karla se acuerda cuando tú y ella se conocieron se hicieron novios hace nueve años, aunque se conocían desde pequeños. Dice que se fueron pareja a los 15 y que desde entonces tu papá los lleva a trabajar en la obra o quitar hierbas; era lo que había.

Pasaron seis meses y se fueron a vivir juntos, pasaron otros seis meses y encargaron el primer bebé. Fue ahí cuando el pan en la mesa lo tuviste que poner tú solo, mientras ella se quedaba en casa. Para entonces tú ya habías dejado la Secundaria y ella estaba por dejar la Preparatoria.



Intentaste conseguir trabajo en diferentes partes, pero como eras menor de edad y sin experiencia, nunca te llamaron.

“A veces uno piensa que no ponen más fábricas o trabajo porque luego quién va a querer ir trabajar a los pozos o las minas”, suelta tu esposa. Tú le das la razón, pero terminas reconociendo que aquí “cada quien se rasca con sus propias uñas”.

Por eso te aferras a este ritual de todos los días, el de caminar sobre un piso que arde, el de entrar a las fauces de una tierra que cruje, el de no saber si volverás a ver la luz del cielo. Porque después de todo, y antes que nada, este es tu pueblo, el de los hombres de carbón.

Lo saben desde los menores de edad que se acercan para buscar una oportunidad de llevar el pan a la mesa (pero que son despedidos –algunos– por los supervisores al ser descubiertos), hasta los viejos pensionados a los que no les alcanza el dinero para sobrevivir (y que por eso continúan en el jale bajo el Sol ardiente con más de sesenta y tantos años a cuestas).

En fin, lo que ocupa tu mente es que terminando de comer, te vas a dar un baño y después a dormir un rato. Como ayer, como antier, como siempre. Por la tarde vas a jugar con tus hijos, y te despedirás de ellos por la noche, por si a caso en la mañana no alcanzas a verlos al irte a trabajar.

No vas a desayunar, porque si lo haces te sientes pesado a la hora de entrarle a la talacha, y así no se puede. Tardarás unos 10 minutos, porque el pocito queda bajando la loma y cruzando la carretera. Ya ahí, sólo tres toneladas de carbón pendientes para el regreso: la cuota de todos los días.

¿Difícil?, te vuelves a preguntar. No, respondes que no es nada del otro mundo. Sólo el polvo fino que se cuela hasta tus pulmones, el calor que te deshidrata, la tierra que se mete en tus ojos, las tres horas en que sólo piensas: “ya quiero salir”.

Y tú dices que no es tu historia, que así le pasó a don Juan, tu jefe; seguramente a la mayoría de tus vecinos, en realidad no puedes pensar en alguien con vida diferente.




A 50 grados llega la temperatura dentro de la mina de carbón.

2,000 pesos gana una persona que trabaja en una mina de carbón.

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